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jueves, 29 de septiembre de 2016

¿Empederneces o enriqueces?

La gente se mueve por dinero pero al mundo lo mueve el amor. Es la conclusión a la que vuelvo a llegar de nuevo cuando escucho la noticia de que un multimillonario se ha deshecho de casi todo lo que tenía excepto de cuatro cosas imprescindibles y otras cuatro con peso emocional. Hoy, a eso se le llama noticia, pero no se trata de un caso aislado. El protagonista hablaba de un momento en el que se había visto desbordado por tanto que había decidido dejarlo todo por ese poco que le compensaba. Es a partir de entonces cuando asegura que empezó a destinar tiempo a cosas mucho más interesantes, empezando por él, lo que principalmente había perdido pese a todo lo material e irreal que había ganado hasta aquel momento.

Y ¿qué es lo que puede llevar a alguien aparentemente poderoso a desprenderse de todo lo que le hace serlo? Seguramente ese poder es más aparente que merecido o entregado que adquirido. Supongo que, para él, deshacerse de todo podía equipararse a cuando, los no tan adinerados, hacemos limpieza de habitación a fondo, pero en este caso a lo bestia. Creo que, cualquier tipo de orden o de limpieza de este tipo, simboliza una barrida de energías negativas: luego nos hacen sentir más tranquilos y mejor. Entonces, cuando decimos que "es que ya tocaba hacer limpieza", en realidad es probable que a ninguna otra persona ni al mundo en si le hiciese falta deshacerse de nada o poner en orden trastos, sino a nosotros mismos como forma de reformular nuestro caos. Se empieza por analizar y reubicar lo de fuera, par acabar accediendo a lo de dentro.

Por poderoso que sea el dinero o todo lo material y, por lo tentadora que pueda ser una vida acomodada, para la gente de economía humilde, y cómoda, para las personas con batsantes ceros en la cuenta, buscamos sentir. Queremos esa emoción impagable que nos haga sentir ricos de verdad, en bienestar, alegría y calma. Así que puede que la gente se mueva por dinero por motivos de supervivencia, de inseguridad o de pura ambición, pero en ese momento de inflexión (que a todos acaba llegándonos en un momento dado), uno busca lo natural, los impulsos y ese mundo interno que necesitamos y que nos involucra, no tanto lo artificial y ese mundo externo que tan solo nos habla y trata de conducirnos. Buscamos la naturaleza, el silencio, el yo conmigo y el todo entre algunos abrazos, por encima de cualquier cosa. Al final, en nuestros momentos más quebradizos (pero más sensatos quizás), buscamos tomar decisiones y poner orden como si nuestro corazón (o nuestra habitación como metáfora) fuese la suite privada de todas las habitaciones... vaciándola de lo decepcionante y llenándola de un auténtico contenido rico y reconfortante: el cariño y el quererse.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Ser maestro: aprender enseñando

Empieza un nuevo curso, ciertos nervios recorriendo la barriga y preparativos hasta última hora. Nunca esa previa es suficiente porque, cómo no, vienen ellos y te sorprenden, o porque llegan ellos y, de repente, cambian el rumbo de cualquiera de tus intenciones con sus inquietudes. Ellos son los alumnos, nosotros sus maestros. Ellos nuestra motivación y nosotros una referencia que intenta guiarles: un intenso tándem. Y es que hasta para la improvisación hay que estar preparados en este caso, guiándoles a su paso y dejándonos, a la vez, empapar por sus intereses... posibilitando un equilibrio que nos permita aprender mientras enseñamos y enseñar a aprender. De buenas a primeras, cuando menos te lo esperas, te toca a ti ser el aprendiz, independientemente de la edad de quien te enseña. Y eso es ser afortunado, porque hay valores que aleccionan más y que son más sabios que los propios conocimientos y hay experiencias que no las marcan los años sino la suerte en la vida.

La escuela, no son las clases, los lapiceros o las pizarras, sino las personas, mentes y emociones que conviven en ella y que esperan crecer compartiendo. No existe una fórmula perfecta para el curso, pero sí que hay ingredientes como el respeto, la empatía, la normalización de las diferencias o el interés, que favorecen el bienestar... y el bienestar ya se encarga de que todo lo demás venga solo. En esa tesitura, ser buen maestro, o al menos intentar ofrecer tu mejor versión, no creo que tenga una definición exacta, lo que sí que sé es que enorgullece y apasiona y, sobre todo, regenera mucho amor. Con paciencia, intuición y credulidad por lo que apuesta, un maestro debería tener siempre preparada una actividad o una explicación, pero también un abrazo o una frase con fuerza. Debería saber hablar y transmitir, pero también escuchar y reflexionar.

Ser maestro es trabajar duro sobre papel, pero más aun en la mente. Como si de un juego estratégico se tratase, debe intentar hacer tantas planificaciones como alumnos tiene, tanto a nivel académico como emocional, mirando por el éxito individual y el de grupo. A la hora de la verdad, todo eso es más trabajoso que sencillo, pero también más emocionante y gratificante que cansado. Compensa y recompensa. Dicho lo dicho, ser maestro no es solo un trabajo, sino que se convierte en un estilo de vida (y bien lo saben los que viven el día a día al lado de un maestro). Desconectar del trabajo no es del todo posible porque constantemente trata de empaparse de ideas. Forma parte de una ilusión constante y contagiosa. Pero para el maestro eso no es un sacrificio, es una razón con suficiente peso por la que invertir ganas. Se lidian muchas batallas pero, a la vez, tantas satisfacciones que vale demasiado la pena involucrarse en cada preocupación que nace  o en cada oportunidad que surge.

En muchos casos, la de maestro es una profesión que supone la responsabilidad de ser una de las personas que más tiempo comparte con otra personita que está llena de intrigas, de ambiciones y de deseos... de una personita que se muestra dispuesta a recibir influencias que le inspiren para llegar a saber aprovechar todo lo que le espera, de la que piense que puede ser su mejor manera. Por eso el maestro debe de ser alguien generoso que mire más allá del propio interés o deseo, siendo capaz de centrar la atención y estirar el hilo desde los de sus alumnos: ofreciendo opciones y anunciando posibles consecuencias, pero dejando escoger, acertar o equivocar-se para aprender también de ello. Dejar llegar a ser es favorecer que cada uno pueda identificarse a si mismo y que confíe en que su aportación puede ser tan válida y útil como la del resto. Eso sirve para todos.

La escuela, en muchos casos (en los mejores casos) es una pequeña familia con un gran corazón: uno que late al ritmo de la complicidad entre los que la forman y que respira con la confianza de los que la rodean... tan vital lo uno como lo otro. Por eso, hablando de necesidades, es primordial que tanto el maestro como el alumno amen la escuela y crean en ella, pero no menos que lo que las familias, las instituciones o el resto de la sociedad lo hagan y así lo transmitan. Directa o indirectamente, la escuela es de todos, en la escuela deberían poder caber todos y la escuela necesita compartir con todos lo que en ella se crea. Necesita recibir inspiración que le haga evolucionar siempre a más e inspirar una mirada del mundo desde la realidad de los que ocuparán un día nuestro lugar, ¿no creéis que es una buena inversión de energía y experiencia?

Adoro ser maestra y, aun siendo joven, espero seguir emocionándome por ello siempre. Espero sufrir esos nervios a contrarreloj cada inicio de curso, apenarme un poco en su final y tomarme cada día y a cada alumno como un reto por el que querer mejorar y esforzarme. Espero trabajar con cada compañero para ofrecer, con respeto y admiración, nuestro lado más humano. Espero que nuestro lazo de unión siga siendo la ilusión de ofrecer tanto y tan bueno como podamos porque nuestra causa siga teniendo tanto sentido como hasta ahora. Y espero, sobre todo, seguir sintiéndome tan rica en cariño, en valores y en motivación cada vez que salgo de la escuela... que, en ese momento en el que reflexiono sobre la jornada, pueda seguir confiando en mí y concluir que todo vale la pena, con una sonrisa grapada en la cara.