Hay que tener
siempre una excusa por la que subir por las escaleras cuando se tiene a mano el
ascensor. Raramente es algo que se escoja como primera opción, pero acabamos habituándonos,
empezando por las del metro. Recuerdo
que, hace unos años, un amigo me comentó que él siempre subía a su casa por las
escaleras pese a vivir en una sexta planta. Le daba miedo al ascensor, como a
mi vecina del tercero desde que se quedó atrapada. Ella intenta superar su
fobia por comodidad y por la edad. Él,
apasionado del deporte, simplemente prefería no forzarlo. Ahora, me he dado
cuenta de que este amigo pudo descubrir bastantes más cosas en 6 pisos y 2
minutos que los demás en 30 segundos tensos mirando los botones y el cartel
rallado de “prohibido fumar” de el ascensor, que el vecino del primero nunca
respeta. Esto último lo descubrí el otro día subiendo por las escaleras.
Pasas por el
entresuelo y ya no está el característico olor del perro que murió hace unos
meses. El mismo que se empeñaba en meter su hocico en lugares impertinentes, a
las chicas, cuando coincidíamos con él en el ascensor. Los vecinos del
entresuelo no ven tan raro que subas por las escaleras… a fin de cuentas, ellos
son los únicos que de normal lo hacen. Bueno, lo cierto es que no todos… quizás
aquel no era el único perro que por allí había. Alcanzas el primero… Ni
siquiera recuerdas quién vive ahí pero enseguida te viene a la cabeza. Es el
“vecino-tobacco”, del que mencionaba algo antes. Solo hace falta alcanzar los
cinco últimos peldaños antes de llegar a su rellano para notar el olor de las
500 cajetillas que deben fundirse en ese piso diariamente. De pocas no subo por
la bocanada repentina. Ahora, siempre recuerdo evitar respirar durante los
segundos que paso por delante de su puerta. Llegar al segundo con suficiente aire
supone poder alcanzar tu casa con éxito. Llega cuando le restas mérito a la admiración
que sentías por el vecino de ese rellano que recuerdas subiendo siempre, en
carrera, por los peldaños. El segundo solía oler a betún por el zapatero
jubilado. Ahora, los potajes a partir de las 12 y las croquetas recién hechas, lo
han substituido. En el tercero te mosquea el juego de felpudos… dos de cuatro. Las
puertas sin felpudo te sugieren, de repente, individualismo y poca hospitalidad.
Las que lo tienen, un gusto retro que se quedó en diseños de los años 80. Corro
hacia el siguiente, dando un último empujón. Y así hasta que llega tu piso, en
el que la ventana que da al patio de luces, siempre abierta, hace que se
mezclen todos los olores, para bien y para mal. Los de tu bloque y los del lado.
El de sardina y el de asado. Tu vecino se echa mucha pero buena colonia, no es
un mal fin del trayecto si te paras a pensarlo. Pero no te paras. Sin duda tu
rellano te parece el mejor y más acogedor y, la puerta de tu casa casi lleva escrito: "estás a
salvo".
Subir las escaleras
andando, pues, no es solo cosa de deportistas o desafortunados que viven en
bloques sin ascensor, sino también de detallistas. Subir por las escaleras, ha
pasado de ser un simple esfuerzo para mantener el culo respingón y las piernas
fuertes, para dejar descubrir un poco más por encima de quién vives. Se
convierte en un deporte al más puro estilo radiopatio, por oído y por olfato.
Como el vaso que se le ha caído a esa vecina patosa mientras pasaba y que ha
acabado roto y te percatas. Eso sí, si huele a gas… escalera o ventana pero echa a volar.