¿Por qué, a
veces, las personas nos avergonzamos ante lo corriente, lo bello o lo puro? Actuaciones
bonitas, decisiones bondadosas, derechos dignos… Como cuando nos pedían salir
en el instituto. Como nuestro primer beso en público o al enseñar nuestro
cuerpo “como Dios nos trajo al mundo”. Como ir con un ramo de flores por la
calle, cantar se haga bien o mal o bailar dejándose llevar, liberando tensiones.
Como reconocer una enfermedad, una discapacidad o un desconocimiento sobre algo
que se esperaba que supiésemos. Como admitir que nos cuidamos haciendo dieta,
que tenemos diarrea, que tenemos un día de perros porque nos duele el corazón y
no dolor de regla. Como preguntar a alguien desconocido o no acercarnos a darle
la enhorabuena a alguien que ha conseguido emocionarnos. Como ayudarnnos por la
calle, mostrar nuestros defectos o ir a pedir perdón. Como admitir que rezamos,
que nosotras no somos recatadas en el sexo o que vosotros no sois tan p_tas máquinas.
Como reconocer que nos pusimos celosos porque nos superó el miedo. Como reconocer
miedo, tristeza y necesidad de alguien. Como hacer una declaración en toda
regla o simplemente decir te quiero.
¿Por qué, sin
embargo, nos crecemos ante actos mediocres y acciones rebeldes o atribuimos heroicidad a hazañas villanas? Como
“salir, beber, el rollo de siempre”, fumar en público o pasarnos el porrillo.
Como tener mucho dinero y tirar de tarjeta de credito “Tranqui, “’t a to’ pagao,
estoy to’ forrao y me lo dejo to’ en ropa y alcohol chavales”. O como cuando “fui
y le metí un par de ostias a ese pringado”. Como cuando nos colarnos en el
metro, somos antisistema, anarquistas y pasamos de las Navidades. Como cuando no
participamos porque “son cosas infantiles”, nos hacemos una bañera “porque no
la pago yo”, robamos alegando que “no les va de esto”. Cuando decimos 10
palabrotas por frase hablada, nos reímos del débil en grupo o cuando criticamos
lo mismo que nosotros hicimos ayer, o aquello que nos hubiese apetecido, intentando
convencer de lo mismo. Como cuando intentamos convencer, tratar como ciudadanos
de segunda, hablar de clases, de líderes y de terceros mundos. Cuando decimos
que nuestra abuela nos cuenta paranoias o que nuestros padres nos comen la
oreja. O “Es que yo paso de la familia, ya sabes tío”. Como cuando repudiamos
las frases filosóficas e imitamos has la saciedad la burrada más grande que
hemos convertido en “moda” o algo “molón”. Y como cuando, tras todo eso, nos
atrevemos a llamar “moñas” a algo del párrafo anterior.
A veces estamos
fatal, os lo digo de verdad. A veces parece que nos avergüence ser todo lo
humanos que somos como si el resto no lo fuese. Como si nos avergonzase más
sentir que pensar. ¿Nos sentimos más identificados con lo que creemos que con
lo que sentimos? ¿Nos cuesta más reafirmarnos en nuestras emociones que en nuestros
razonamientos? Creo que lo que pasa es que nos avergüenza ser juzgados. Uno de
los puntos de flaqueza de la sociedad en conjunto es la capacidad de hacer
juicios ajenos, más allá de simples opiniones. De considerar “lo que está bien”
y “lo que está mal”. Y eso lo creemos siempre en base a lo que somos nosotros
mismos y vamos clasificándolo en base a la actuación más generalizada. Nos
volvemos intolerantes hacia lo poco común y, como consecuencia, inventamos
palabras como “raro”. Y así, poco a poco, nos cargamos la esencia de las
personas, disfrazando lo que realmente somos y tal cual nos sentimos o actuaríamos,
por lo que se espera de nosotros o es más “correcto” o creemos más coherente en
el contexto en el que nos encontramos. Pero os voy a recordar que “hacerse un
selfie”, hace unos años era vergonzante, el sin amigos, y ahora es moda y molón.