Páginas

Translator

sábado, 14 de noviembre de 2015

Humano se nace, y luego ¿qué se hace?

Nacemos humanos. En un contexto adecuado o bien un tanto oscuro, pero nacemos en blanco, con la mente liberada, sin la idea de ir siempre tras hazañas que se lleven por delante lo que sea. Nacemos sin la rabia de quien condena por rencor, por poder o sin razón y, si lo hacemos con alguna predisposición, es la del bienestar. Pero nos vamos haciendo… y no lo hacemos del todo bien, a veces de hecho mal, fatal. La venganza se adueña día a día de corazones demasiado influenciados que han dejado de ser libres, aunque crean que atemorizando lo son más. De personas que expresan inconformismo y frustraciones destruyendo a inocentes para dañar a líderes. Decidme que no es retorcido.

Nos apropiamos de territorios, como si fuesen nuestros, llamamos a todo “mi” y haciendo que, compartir, en algún momento se convirtiese en un gesto de generosidad, en vez de en algo común. Nos disponemos a cubrir nuestras propias espaldas y a contaminar poco a poco el verdadero sentido de la palabra “valor”. Lo confundimos con dinero, con postureo o con religión, cosas que, al fin y al cabo, no son naturales, sino que nos hemos ido inventando. Es verdaderamente lamentable. Está visto que la humanidad en conjunto es un fracaso. A veces intentamos imponer nuestro parecer sin llegar a conseguir ni ser la mitad del mejor parecer que esperábamos de nosotros mismos. La rabia está a la orden del día y eso se traduce en seres insensibles, inflexibles, intolerantes y, sin duda, incoherentes. ¿Podría considerarse ya epidemia la “deshumanización”?

Somos estúpidos y decepcionantes cuando atribuimos mayor sentido a nuestras propias invenciones que a investigar más en la propia gestión emocional, que es realmente lo que en tantas ocasiones puede salvarnos. No nos engañemos ni vayamos de invencibles, las armas pueden eliminar a la palabra en cuestión de un segundo. La hemos cagado distrayéndonos con todo eso que hemos confundido que podía ayudar y suponer un avance para el mundo, dejando muchas veces de lado todo aquello que realmente podía ser un avance personal que influyese en conjunto. Nos ha distraído y poseído también la ambición de poder. Y ahora, ¿cómo lo arreglamos?

Abandonar las ambiciones planetarias y apostar por las relaciones básicas de tú a tú... Sin duda esas son las únicas que pueden trascender, a diario y emocionalmente, con mayor incidencia y consecuencia. Puede ser que eso no vaya a evitar la barbarie de muchos, pero sí a valorar de lo realmente importante de aquellos que apuestan por la comunicación y la paz. Podrán matarnos por causas injustificables, pero sabremos justificar con argumentos más coherentes y satisfechos nuestra elección. Quizás no hacemos historia, porque “hacer historia” también forma parte de un gran bulo, pero podemos hacer de nuestra historia, la que sentimos como verdad, algo más sencillo para conseguir por lo que realmente deberíamos luchar: la tranquilidad.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Dejárselo al destino

Hoy me gustaría saber… ¿Qué hacéis vosotros para sentiros mejor en un momento de agobio agotador? ¿Tenéis algún truco? ¿Alguna vía de escape que os alivie a través de la cual encontréis la calma? Os amparáis en otras personas, os escondéis bajo las sábanas unas cuantas horas, buscáis una escapada furtiva fugaz, rezáis a todos los santos, meditáis, lloráis hasta que sale el diablo por las lágrimas, coméis tabletas de chocolate hasta tener una razón más grande por la que sentirse mal, escribís en un blog, rompéis el reloj? Sé que eso de confiarle nuestro destino al destino puede sonar raro, e ingenuo. Eso del destino puede parecer algo absurdo, algo cobarde… una especie de excusa perfecta para eximir responsabilidades. Pero, una vez toda la carne ha estado y está en el asador, churrascada y preparada para que alguien le hinque el diente o para que se desintegre en mil pedazos, ¿no acabáis por desearle toda la suerte del mundo al destino más allá de vuestras prácticas habituales?


Como si algo externo a nosotros tuviese mayor influencia que nuestros propios actos. Y es que posiblemente no estamos preparados ni para creernos tan afortunados ni tan cenizos cuando algo inesperado nos ocurre y, por supuesto, nos parece la mar de sensato atribuirle la gracia o la culpa a algo ajeno. Lo hayamos hecho bien, mal o fatal, ponemos nuestra esperanza en el destino como si realmente “él” tuviese una justa decisión esperándonos o el poder último de salvarnos. Y es que el destino puede no ser más que una utopía que, paradójicamente, sentimos que ha llegado cuando se da algún tipo de consecuencia a nuestros actos. Y, aun intentando creer que podemos saber qué va a ocurrir tras cada uno de nuestros pasos, cuando algo distinto nos sorprende exclamamos: ¡Cosas del destino!, y nos quedamos más anchos que largos.


Pero es que, ¿veis? Es exactamente eso lo que andamos buscando a menudo, ¿no? Quedarnos más anchos que largos ante algo, especialmente ante un motivo de agobio que intenta boicotear nuestro buen momento. Eso del destino nos permite poder atribuirle un sentido más o menos convincente a algo aparentemente incomprensible y, como si ninguna otra cosa hubiese podido suceder, nos hace asumir, sentirnos más calmados.  Por eso, lo de estar agobiado y dejar de darle mil vueltas a un mismo tema, decidiendo que sea el destino el que así lo ha querido, no me parece un plan tan malo si eso nos hace sentir más relajados. Al fin y al cabo, aunque seamos nosotros mismos quienes lo provoquemos, vamos a hacerlo sin esa presión añadida que a veces nos impide creer tanto en nosotros. Podemos llamarle fe, podemos llamarle destino, podemos llamarle energía o Dios del vino, pero no deja de darnos una oportunidad para practicar en eso de gestionar los infortunios y aprender a agradecer la fortuna, aunque sea algo abstracto, que a veces nos cuesta menos.